Batallas con la comida y carreras de quesos y caracoles Podcast Por  arte de portada

Batallas con la comida y carreras de quesos y caracoles

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Batallas con la comida y carreras de quesos y caracoles — Dicen que con la comida no se juega. Pero hay lugares en los que esa regla se rompe... y a lo grande. Bienvenidos a las fiestas más absurdas, divertidas y, a veces, aterradoras, donde los alimentos dejan de estar en los platos para rodar por calles empinadas, surcar el aire como proyectiles o deslizarse a ritmo de caracol. No se trata de recetas, sino de rituales, catarsis colectivas y tradiciones que llevan siglos enfrentándose al sentido común. — En Novara di Sicilia, un pueblo diminuto del norte de Italia, la velocidad se mide en kilos de queso. Desde hace más de 400 años, en pleno carnaval, los habitantes lanzan quesos cuesta abajo por las calles del pueblo. Cada uno pesa más de 10 kilos. Se atan con cuerdas, se les hace girar con fuerza y dejan que la gravedad haga el resto. El trayecto es traicionero: baches, piedras y bordillos lo convierten en una carrera salvaje en la que cualquier despiste puede terminar en desastre... o con el queso reventado. Pero no importa. Porque al final, se ralla, se sirve con macarrones, y todo el pueblo lo celebra. Es una mezcla de destreza, azar y tradición. Porque aquí, lanzar un queso es rendir homenaje a una historia. — En Tricio, un pueblo de La Rioja, los caracoles llevan una carga. Literalmente. Cada 24 de agosto se celebran las carreras más lentas del mundo. Los caracoles compiten con una lata de conservas de 250 gramos atada al caparazón. El récord lo ostenta *Velociraptor*, un campeón que arrastró una lata de espárragos 12,2 centímetros. Sí, has oído bien. El origen de esta excentricidad no está del todo claro: algunos culpan a un veraneante vasco, otros al mítico *Tío Chito*, una especie de leyenda local capaz de organizar una carrera de moluscos y cantar saetas. Sea como fuere, hoy es una cita ineludible, acompañada, por supuesto, de caracoles guisados con panceta y guindillas. Y aunque la polémica por maltrato animal ha aparecido en los últimos años, la tradición, de momento, sigue viva. — Pero si hablamos de alimentos convertidos en proyectiles, Buñol se lleva la palma. La Tomatina empezó en 1945 por culpa de una pelea callejera. Lo que empezó como un accidente acabó transformado en una batalla organizada. Tomates contra todo. Hoy, cada último miércoles de agosto, 22.000 personas se lanzan más de 150 toneladas de tomates por las calles del municipio valenciano. El suelo se tiñe de rojo, las fachadas se cubren, los ojos escuecen. Y, sin embargo, nadie quiere perdérselo. Es un caos controlado, una batalla jugosa, un ritual de desahogo. — En Ivrea, Italia, van un paso más allá. Aquí no se lanzan tomates, se lanzan naranjas. Y muchas más. En tres días de locura cítrica, vuelan hasta 900 toneladas de fruta. La batalla de las naranjas recrea una revuelta medieval contra un señor feudal. Pero lo que empezó como una representación histórica ha mutado en una guerra sin tregua. Moratones, esguinces, golpes... y un paisaje cubierto de pulpa, pieles y zumo. Federico Kukso, en su libro *Frutologías*, lo describe como un momento de conexión profunda. De comunidad. De comunión violenta y pegajosa. Aquí, cada naranja lanzada no representa solo un ataque, sino la cabeza simbólica de un tirano. — Y si todo esto te parece una exageración del presente... retrocedamos un poco. En el siglo XIX, en Uruguay, los carnavales también eran un campo de batalla. Según el historiador José Pedro Barrán, la euforia se desataba a golpe de agua, harina, huevos y frutas. Se arrojaban garbanzos, zanahorias, sardinas y lo que hubiera a mano. La diversión se cobraba su precio: heridas en los ojos, brazos rotos, enfermedades. Pero la alegría, decía Barrán, alcanzaba su clímax en ese combate pactado donde lo brutal se volvía festivo. Era el permiso anual para perder el control. En Vilanova i la Geltrú, la batalla es dulce y pegajosa. Desde 1972, la Merengada convierte el carnaval en una guerra de claras de huevo y azúcar. Todo empezó en una pastelería local cuando un enorme merengue fue exhibido como reclamo. Los niños pidieron un poco, la fiesta saltó a la calle y así nació la tradición. Hoy, ese merengue gigante de cuarenta kilos se saca a la plaza como si fuera una piñata, y los participantes disparan más merengue con mangas pasteleras. Un caos delicioso que une a la comunidad con risas, azúcar y un pegamento social muy literal. — Comida que rueda, que vuela, que golpea. Comida que no se come. ¿Qué sentido tiene todo esto? En cada carrera de queso o en cada naranja que impacta en una sien hay algo más que un juego: hay memoria, identidad, catarsis. Hay pueblos enteros que se reconocen en ese instante absurdo y mágico donde se suspende la lógica.
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