• Bautismo del Señor: LLamada y Compromiso.
    Jan 9 2025
    Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Hoy, al final del tiempo litúrgico de Navidad, celebramos la fiesta del Bautismo del Señor. La liturgia nos llama a conocer con más plenitud a Jesús, de quien recientemente hemos celebrado el nacimiento; y para ello, el Evangelio (cf. Lc 3, 15-16.21-22) ilustra dos elementos importantes: la relación de Jesús con la gente y la relación de Jesús con el Padre. En el relato del bautismo, conferido por Juan el Bautista a Jesús en las aguas del Jordán, vemos ante todo el papel del pueblo. Jesús está en medio del pueblo. No es solo un fondo de la escena, sino un componente esencial del evento. Antes de sumergirse en el agua, Jesús "se sumerge" en la multitud, se une a ella asumiendo plenamente la condición humana, compartiendo todo, excepto el pecado. En su santidad divina, llena de gracia y misericordia, el Hijo de Dios se hizo carne para tomar sobre sí y quitar el pecado del mundo: tomar nuestras miserias, nuestra condición humana. Por eso, hoy también es una epifanía, porque yendo a bautizarse por Juan, en medio de la gente penitente de su pueblo, Jesús manifiesta la lógica y el significado de su misión. Uniéndose al pueblo que pide a Juan el bautismo de conversión, Jesús también comparte el profundo deseo de renovación interior. Y el Espíritu Santo que desciende sobre Él "en forma corporal, como una paloma" (v.22) es la señal de que con Jesús comienza un nuevo mundo, una "nueva creación" que incluye a todos los que acogen a Cristo en su la vida. También a cada uno de nosotros, que hemos renacido con Cristo en el bautismo, están dirigidas las palabras del Padre: "Tú eres mi Hijo, el amado: en ti he puesto mi complacencia" (v. 22). Este amor del Padre, que hemos recibido todos nosotros el día de nuestro bautismo, es una llama que ha sido encendida en nuestros corazones y necesita que la alimentemos con la oración y la caridad. El segundo elemento enfatizado por el evangelista Lucas es que después de la inmersión en el pueblo y en las aguas del Jordán, Jesús se "sumergió” en la oración, es decir, en la comunión con el Padre. El bautismo es el comienzo de la vida pública de Jesús, de su misión en el mundo como enviado del Padre para manifestar su bondad y su amor por los hombres. Esta misión se realiza en una unión constante y perfecta con el Padre y el Espíritu Santo. También la misión de la Iglesia y la de cada uno de nosotros, para ser fiel y fructífera, está llamada a "injertarse" en la de Jesús. Se trata de regenerar continuamente en la oración la evangelización y el apostolado, para dar un claro testimonio cristiano, no según los proyectos humanos, sino según el plan y el estilo de Dios. Queridos hermanos y hermanas, la fiesta del Bautismo del Señor es una ocasión propicia para renovar con gratitud y convicción las promesas de nuestro Bautismo, comprometiéndonos a vivir diariamente en coherencia con él. También es muy importante, como os he dicho varias veces, saber la fecha de nuestro Bautismo. Podría preguntar: "¿Quién de vosotros sabe la fecha de su bautismo?". No todos, seguro. Si alguno de vosotros no la conoce, al volver a casa, que se lo pregunte a sus padres, a los abuelos, a los tíos, a los padrinos, a los amigos de la familia... Preguntad: "¿En qué día me han bautizado?". Y luego no os olvidéis de ella: es una fecha que se guarda en el corazón para celebrarla cada año. Jesús, que nos ha salvado no por nuestros méritos sino para actuar la inmensa bondad del Padre, nos haga misericordiosos con todos ¡Qué la Virgen María, Madre de la Misericordia, sea nuestra guía y nuestro modelo!
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  • Epifanía del Señor: Dejarnos guiar la por la Estrella del Dios que quiere ser nuestro eterno regalo.
    Jan 4 2025
    Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Hoy, fiesta de la Epifanía del Señor, el Evangelio (cf. Mateo 2, 1-12) nos presenta tres actitudes con las cuales ha sido acogida la venida de Jesucristo y su manifestación al mundo. La primera actitud: búsqueda, búsqueda atenta; la segunda: indiferencia; la tercera: miedo. Búsqueda atenta: Los Magos no dudan en ponerse en camino para buscar al Mesías. Llegados a Jerusalén preguntan: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Pues vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle» (v. 2). Han hecho un largo viaje y ahora con gran atención tratan de identificar dónde se pueda encontrar al Rey recién nacido. En Jerusalén se dirigen al rey Herodes, el cual pide a los sumos sacerdotes y a los escribas que se informen sobre el lugar en el que debía nacer el Mesías. A esta búsqueda atenta de los Magos, se opone la segunda actitud: la indiferencia de los sumos sacerdotes y de los escribas. Estos eran muy cómodos. Conocen las Escrituras y son capaces de dar la respuesta adecuada al lugar del nacimiento: «En Belén de Judea, porque así está escrito por medio del profeta»; saben, pero no se incomodan para ir a buscar al Mesías. Y Belén está a pocos kilómetros, pero ellos no se mueven. Todavía más negativa es la tercera actitud, la de Herodes: el miedo. Él tiene miedo de que ese Niño le quiete el poder. Llama a los Magos y hace que le digan cuándo había aparecido su estrella, y les envía a Belén diciendo: «Id e indagad […] sobre ese niño; y cuando le encontréis, comunicádmelo, para ir también yo a adorarle» (vv. 7-8). En realidad, Herodes no quería ir a adorar a Jesús; Herodes quiere saber dónde se encuentra el niño no para adorarlo, sino para eliminarlo, porque lo considera un rival. Y mirad bien: el miedo lleva siempre a la hipocresía. Los hipócritas son así porque tienen miedo en el corazón. Estas son las tres actitudes que encontramos en el Evangelio: búsqueda atenta de los Magos, indiferencia de los sumos sacerdotes, de los escribas, de esos que conocían la teología; y miedo, de Herodes. Y también nosotros podemos pensar y elegir: ¿cuál de las tres asumir? ¿Yo quiero ir con atención donde Jesús? «Pero a mí Jesús no me dice nada... estoy tranquilo...». ¿O tengo miedo de Jesús y en mi corazón quisiera echarlo? El egoísmo puede llevar a considerar la venida de Jesús en la propia vida como una amenaza. Entonces se trata de suprimir o de callar el mensaje de Jesús. Cuando se siguen las ambiciones humanas, las prospectivas más cómodas, las inclinaciones del mal, Jesús es considerado como un obstáculo. Por otro parte, está siempre presente también la tentación de la indiferencia. Aun sabiendo que Jesús es el Salvador —nuestro, de todos nosotros—, se prefiere vivir como si no lo fuera: en vez de comportarse con coherencia en la propia fe cristiana, se siguen los principios del mundo, que inducen a satisfacer las inclinaciones a la prepotencia, a la sed de poder, a las riquezas. Sin embargo estamos llamados a seguir el ejemplo de los Magos: estar atentos en la búsqueda, estar preparados para incomodarnos para encontrar a Jesús en nuestra vida. Buscarlo para adorarlo, para reconocer que Él es nuestro Señor, Aquel que indica el verdadero camino para seguir. Si tenemos esta actitud, Jesús realmente nos salva, y nosotros podemos vivir una vida bella, podemos crecer en la fe, en la esperanza, en la caridad hacia Dios y hacia nuestros hermanos. Invocamos la intercesión de María Santísima, estrella de la humanidad peregrina en el tiempo. Que con su ayuda materna, pueda cada hombre llegar a Cristo, Luz de verdad, y el mundo progrese sobre el camino de la justicia y de la paz.
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  • II Domingo Navidad: Vivir bajo la Luz del Niño Dios.
    Jan 2 2025
    Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! En este segundo domingo después de Navidad, la Palabra de Dios no nos presenta un episodio de la vida de Jesús, sino que nos habla de Él antes de que naciera. Nos retrotrae para revelar algo sobre Jesús antes de que viniera entre nosotros. Lo hace sobre todo en el prólogo del Evangelio de Juan, que comienza: «En el principio era el Verbo» (Jn 1,1). En el principio: son las primeras palabras de la Biblia, las mismas con las que comienza el relato de la creación: «En el principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn 1,1). Hoy el Evangelio dice que Aquel que hemos contemplado en su Natividad, como niño, Jesús, existía antes: antes del comienzo de las cosas, antes del universo, antes de todo. Él está antes del espacio y el tiempo. «En Él estaba la vida"» (Jn 1,4) antes de que apareciera la vida. San Juan lo llama Verbo es decir, Palabra. ¿Qué quiere decirnos? La Palabra sirve para comunicar: no se habla solo, se habla con alguien. Siempre se habla con alguien. Cuando vemos por la calle gente que habla sola, decimos: “A esta persona le pasa algo”. No: nosotros hablamos siempre con alguien. Así pues, el hecho de que Jesús sea desde el principio la Palabra significa que desde el principio Dios se quiere comunicar con nosotros, quiere hablarnos. El Hijo unigénito del Padre (cf. v. 14) quiere decirnos la belleza de ser hijos de Dios; es «la luz verdadera» (v. 9) y quiere alejarnos de las tinieblas del mal; es «la vida» (v. 4) que conoce nuestras vidas y quiere decirnos que las ama desde siempre. Nos ama a todos. Este es el mensaje maravilloso de hoy: Jesús es la Palabra, la Palabra eterna de Dios, que desde siempre piensa en nosotros y desea comunicar con nosotros. Y para hacerlo, fue más allá de las palabras. En efecto, el núcleo del Evangelio de hoy nos dice que la Palabra «se hizo carne y habitó entre nosotros» (v. 14). Se hizo carne: ¿por qué San Juan usa esta expresión, “carne”? ¿No podría haber dicho, de una manera más elegante, que se hizo hombre? No, usa la palabra carne porque indica nuestra condición humana en toda su debilidad, en toda su fragilidad. Nos dice que Dios se hizo fragilidad para tocar de cerca nuestras fragilidades. Por lo tanto, desde el momento en que el Señor se hizo carne, nada en nuestra vida le es ajeno. No hay nada que Él desdeñe; podemos compartir todo con Él, todo. Querido hermano, querida hermana, Dios se hizo carne para decirnos, decirte que te ama precisamente allí, que nos ama precisamente allí, en nuestras fragilidades, en tus fragilidades; precisamente allí donde nosotros más nos avergonzamos, donde más te avergüenzas. Es audaz: la decisión de Dios es audaz: se hizo carne precisamente allí, donde nosotros tantas veces nos avergonzamos; entra en nuestra vergüenza para hacerse hermano nuestro, para compartir el camino de la vida. Se hizo carne y no se volvió atrás. No asumió nuestra humanidad como un vestido, que se pone y se quita. No, nunca se separó de nuestra carne. Y jamás se separará de ella: ahora y por siempre está en el cielo con su cuerpo de carne humana. Se unió para siempre a nuestra humanidad; podríamos decir que la “desposó”. A mí me gusta pensar que cuando el Señor le reza al Padre por nosotros, no le habla solamente: le enseña las heridas de la carne, le enseña las llagas que ha sufrido por nosotros. Y este es Jesús: con su carne es el intercesor, quiso llevar también las señales del sufrimiento. Jesús, con su carne, está ante el Padre. El Evangelio dice, en efecto, que vino a habitar entre nosotros. No vino de visita y luego se fue, vino a habitar con nosotros, a estar con nosotros. ¿Qué desea entonces de nosotros? Desea una gran intimidad. Quiere que compartamos con Él alegrías y penas, deseos y temores, esperanzas y tristezas, personas y situaciones. Hagámoslo con confianza, abrámosle nuestro corazón, contémosle todo. Detengámonos en silencio ante el belén para saborear la ternura de Dios que se hizo cercano, que se hizo carne. Y sin miedo, invitémosle a nuestra casa, a nuestra familia, y también —cada uno las conoce bien— invitémosle a nuestras fragilidades. Invitémosle a que vea nuestras llagas. Vendrá y la vida cambiará. La Santa Madre de Dios, en quien el Verbo se hizo carne, nos ayude a acoger a Jesús, que llama a la puerta del corazón para vivir con nosotros.
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  • Santa Maria, Madre de Dios: Dejarse llevar de la mano de nuestra Madre.
    Dec 30 2024
    Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! En la primera página del calendario del año nuevo que el Señor nos dona, la Iglesia pone, como una hermosa miniatura, la solemnidad litúrgica de María Santísima Madre de Dios. En este primer día del año solar, fijamos la mirada en Ella, para retomar, bajo su materna protección, el camino a lo largo de los senderos del tiempo. El Evangelio de hoy (cf Lucas 2, 16-21) nos reconduce al establo de Belén. Los pastores llegan a toda prisa y encuentran a María, José y el Niño; e informan del anuncio que les han dado los ángeles, es decir que ese recién nacido es el Salvador. Todos se sorprenden, mientras que «María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón» (v. 19). La Virgen nos hace entender cómo acoger el evento de la Navidad: no superficialmente sino en el corazón. Nos indica el verdadero modo de recibir el don de Dios: conservarlo en el corazón y meditarlo. Es una invitación dirigida a cada uno de nosotros a rezar contemplando y gustando este don que es Jesús mismo. Es mediante María que el Hijo asume la corporeidad. Pero la maternidad de María no se reduce a esto: gracias a su fe, Ella es también la primera discípula de Jesús y esto «dilata» su maternidad. Será la fe de María la que provoque en Caná el primer «signo» milagroso, que contribuye a suscitar la fe de los discípulos. Con la misma fe, María está presente a los pies de la cruz y recibe como hijo al apóstol Juan; y finalmente, después de la Resurrección, se convierte en madre orante de la Iglesia sobre la cual desciende con poder el Espíritu Santo en el día de Pentecostés. Como madre, María cumple una función muy especial: se pone entre su Hijo Jesús y los hombres en la realidad de su privación, en la realidad de sus indiferencias y sufrimientos. María intercede, como en Caná, consciente que en cuanto madre puede, es más, debe hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres, especialmente de los más débiles y desfavorecidos. Y precisamente a estas personas está dedicado el tema de la Jornada mundial de la paz que hoy celebramos: «Migrantes y refugiados: hombres y mujeres que buscan la paz», este es el lema de esta Jornada. Deseo, una vez más, hacerme voz de estos hermanos y hermanas nuestras que invocan para su futuro un horizonte de paz. Para esta paz, que es derecho de todos, muchos de ellos están dispuestos a arriesgar la vida en un viaje que en gran parte de los casos es largo y peligroso; están dispuestos a afrontar fatigas y sufrimientos (cf. Mensaje para la Jornada mundial de la Paz 2018, 1). Por favor, no apaguemos la esperanza en sus corazones; ¡no sofoquemos sus expectativas de paz! Es importante que de parte de todos, instituciones civiles, realidades educativas, asistenciales y eclesiales; haya un compromiso para asegurar a los refugiados, a los migrantes, a todos un futuro de paz. Que el Señor nos conceda trabajar en este nuevo año con generosidad, con generosidad, para realizar un mundo más solidario y acogedor. Os invito a rezar por esto, mientras que junto con vosotros encomiendo a María, Madre de Dios y Madre nuestra, el 2018 que acaba de empezar. Los viejos monjes rusos, místicos, decían que en tiempo de turbulencias espirituales era necesario recogerse bajo el manto de la Santa Madre de Dios. Pensando en tantas turbulencias de hoy, y sobre todo de los migrantes y de los refugiados, rezamos como ellos nos han enseñado a rezar: «Bajo tu protección buscamos refugio, Santa Madre de Dios: no despreciar nuestras súplicas que estamos en la prueba, sino líbranos de todo peligro, oh Virgen, gloriosa y bendita».
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  • Sagrada Familia: Vivir desde el proyecto de Dios.
    Dec 26 2024
    Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Hoy celebramos la Sagrada Familia de Nazaret. Dios eligió a una familia humilde y sencilla para venir entre nosotros. Contemplemos la belleza de este misterio, destacando también dos aspectos concretos para nuestras familias. El primero: la familia es la historia de la que provenimos. Cada uno de nosotros tiene su propia historia, nadie nació mágicamente, con una varita mágica, cada uno de nosotros tiene una historia y la familia es la historia de la que venimos. El Evangelio de la liturgia de hoy nos recuerda que Jesús es también hijo de una historia familiar. Lo vemos viajar a Jerusalén con María y José para la Pascua; luego hace preocupar a su madre y a su padre, que no lo encuentran; una vez encontrado, vuelve a casa con ellos (cf. Lc 2,41-52). Es hermoso ver a Jesús insertado en la red de afectos familiares, naciendo y creciendo en el abrazo y la preocupación de los suyos. Esto es importante también para nosotros: venimos de una historia entretejida de lazos de amor y la persona que somos hoy nace, no tanto de los bienes materiales que hemos gozado, sino del amor que hemos recibido, del amor en el seno de la familia. Puede que no hayamos nacido en una familia excepcional y sin problemas, pero es nuestra historia ―cada uno debe pensar: es mi historia―, son nuestras raíces: ¡si las cortamos, la vida se seca! Dios no nos creó para ser caballeros solitarios, sino para caminar juntos. Démosle las gracias y recemos por nuestras familias. Dios piensa en nosotros y quiere que estemos juntos: agradecidos, unidos, capaces de proteger nuestras raíces. Y tenemos que pensar en esto, en la propia historia. El segundo aspecto: aprendemos a ser una familia cada día. En el Evangelio vemos que incluso en la Sagrada Familia no todo va bien: hay problemas inesperados, angustia, sufrimiento. No existe la Sagrada Familia de las estampitas. María y José pierden a Jesús y lo buscan angustiados, luego lo encuentran después de tres días. Y cuando, sentado entre los maestros del Templo, responde que debe atender los asuntos de su Padre, no lo entienden. Necesitan tiempo para aprender a conocer a su hijo. Así es también para nosotros: cada día, en la familia, hay que aprender a escucharnos y comprendernos, a caminar juntos, a afrontar los conflictos y las dificultades. Es el reto diario, y se gana con la actitud adecuada, con pequeñas atenciones, con gestos sencillos, cuidando los detalles de nuestras relaciones. Y también esto, nos ayuda mucho hablar en familia, hablar en la mesa, el diálogo entre padres e hijos, el diálogo entre hermanos, nos ayuda a vivir esta raíz familiar que viene de los abuelos, el diálogo con los abuelos. ¿Y cómo se hace esto? Fijémonos en María, que en el Evangelio de hoy dice a Jesús: «Tu padre y yo te estábamos buscando» (v. 48). Tu padre y yo; no dice yo y tu padre: ¡antes del “yo” está el “tú”! Aprendamos esto: antes del yo está el tú. En mi idioma hay un adjetivo para las personas que dicen primero “yo” y luego “tú”: “yo, me, conmigo, para mí y en mi beneficio”. Gente que es así, primero yo y luego tú. No, en la Sagrada Familia, primero el tú y luego el yo. Para preservar la armonía en la familia, hay que luchar contra la dictadura del “yo”. Cuando el “yo” se infla. Es peligroso cuando, en lugar de escucharnos, nos reprochamos nuestros errores; cuando, en lugar de preocuparnos por los demás, nos centramos en nuestras propias necesidades; cuando, en lugar de hablar, nos aislamos con nuestros teléfonos móviles; es triste ver a una familia en la comida, cada uno con su teléfono móvil sin hablar con los demás; cada uno habla con su teléfono; cuando nos acusamos unos a otros, repitiendo siempre las mismas frases, escenificando una comedia ya vista en la que cada uno quiere tener razón y al final hay un frío silencio. Ese silencio cortante y frío después de una discusión familiar. ¡Eso es feo, feísimo! Repito un consejo: por la noche, después de todo, hagan las paces. Siempre. No vayan a dormir sin hacer las paces. Nunca vayan a dormir sin haber hecho las paces, porque si no, al día siguiente habrá una “guerra fría·. Y esta es peligrosa porque comenzará una historia de reproches, una historia de resentimientos. ¡Cuántas veces, por desgracia, nacen conflictos dentro de las paredes del hogar como resultado de silencios demasiado largos y egoísmos no curados! A veces incluso se llega a la violencia física y moral. Esto rompe la armonía y mata a la familia. Pasemos del “yo” al “tú”. Lo que debe importar más en la familia es el “tú”. Y cada día, por favor, recen un poco juntos, si pueden hacer el esfuerzo, para pedir a Dios el don de la paz en familia. ¡Y comprometámonos todos ―padres, hijos, Iglesia, sociedad civil― a apoyar, defender y proteger la familia que es nuestro tesoro! Que la Virgen María, esposa de José y madre de ...
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  • Natividad del Señor: Nos ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor.
    Dec 23 2024
    «Un censo en todo el mundo» (Lc 2,1). Este es el contexto en el que nació Jesús y en el que se detiene el Evangelio. Podría haberlo mencionado rápidamente, en cambio habla de ello con precisión. Y así pone de manifiesto un gran contraste: mientras el emperador contabiliza los habitantes del mundo, Dios entra en él casi a escondidas; mientras el que manda intenta convertirse en uno de los grandes de la historia, el Rey de la historia elige el camino de la pequeñez. Ninguno de los poderosos se percata de Él, sólo algunos pastores, relegados a los márgenes de la vida social. Pero el censo revela aún más. En la Biblia no dejaba un buen recuerdo. El rey David, cediendo a la tentación de los grandes números y a una malsana pretensión de autosuficiencia, había cometido un pecado grave, haciendo precisamente el censo del pueblo. Quería conocer su fuerza y al cabo de un poco más de nueve meses obtuvo el número de los que eran aptos para empuñar la espada (cf. 2 Sam 24,1-9). El Señor, indignado, asoló al pueblo con una desgracia. En esta noche, en cambio, después de nueve meses en el vientre de María nace Jesús, el “Hijo de David”, en Belén, la ciudad de David, y no castiga por el censo, sino que se deja contabilizar humildemente. Uno entre muchos. No vemos un dios iracundo que castiga, sino al Dios misericordioso que se encarna, que entra débil en el mundo, precedido del anuncio: «en la tierra, paz a los hombres» (Lc 2,14). Y nuestro corazón esta noche está en Belén, donde el Príncipe de la Paz sigue siendo rechazado por la lógica perdedora de la guerra, con el rugir de las armas que también hoy le impiden encontrar una posada en el mundo (cf. Lc 2,7). El censo de toda la tierra, en definitiva, manifiesta, por una parte, la trama demasiado humana que atraviesa la historia: la de un mundo que busca el poder y la fuerza, la fama y la gloria, donde todo se mide con los éxitos y los resultados, con las cifras y los números. Es la obsesión del beneficio. Pero, al mismo tiempo, en el censo se destaca el camino de Jesús, que viene a buscarnos a través de la encarnación. No es el dios del beneficio, sino el Dios de la encarnación. No combate las injusticias desde lo alto con la fuerza, sino desde abajo con el amor; no irrumpe con un poder sin límites, sino que desciende a nuestros límites; no evita nuestras fragilidades, sino que las asume. Hermanos y hermanas, esta noche podemos preguntarnos: nosotros, ¿en qué Dios creemos? ¿En el Dios de la encarnación o en el del beneficio? Sí, porque existe el riesgo de vivir la Navidad con una idea pagana de Dios, como si fuera un amo poderoso que está en el cielo; un dios que se alía con el poder, con el éxito mundano y con la idolatría del consumismo. Vuelve siempre la imagen falsa de un dios distante e irritable, que se porta bien con los buenos y se enoja con los malos; de un dios hecho a nuestra imagen, útil solamente para resolvernos los problemas y para quitarnos los males. Él, en cambio, no usa la varita mágica, no es el dios comercial del “todo y ahora mismo”; no nos salva pulsando un botón, sino que Él se acerca para cambiar la realidad desde dentro. Y, sin embargo, ¡qué arraigada está en nosotros la idea mundana de un dios alejado y controlador, rígido y poderoso, que ayuda a los suyos a imponerse sobre los demás! Muchas veces está arraigada en nosotros esta idea, pero no es así, Él ha nacido para todos, durante el censo de toda la tierra. Miremos, por tanto, al «Dios vivo y verdadero» (1 Ts 1,9); a Él, que está más allá de todo cálculo humano y, sin embargo, se deja censar por nuestros cómputos; a Él, que revoluciona la historia habitándola; a Él, que nos respeta hasta el punto de permitirnos rechazarlo; a Él, que borra el pecado cargándolo sobre sí, que no quita el dolor, sino que lo transforma; que no elimina los problemas de nuestra vida, sino que da a nuestras vidas una esperanza más grande que los problemas. Desea tanto abrazar nuestra existencia que, siendo infinito, por nosotros se hace finito; siendo grande, se hace pequeño; siendo justo, vive nuestras injusticias. Hermanos y hermanas, este es el asombro de la Navidad: no una mezcla de afectos melosos y de consuelos mundanos, sino la inaudita ternura de Dios que salva el mundo encarnándose. Miremos al Niño, miremos su cuna, contemplemos el pesebre, que los ángeles llaman la «señal» (Lc 2,12). Es, en efecto, el signo que revela el rostro de Dios, que es compasión y misericordia, omnipotente siempre y sólo en el amor. Se hace cercano, tierno y compasivo, este es el modo de ser de Dios: cercanía, compasión, ternura. Hermanas, hermanos, asombrémonos porque «se hizo carne» (Jn 1,14). Carne: palabra que evoca nuestra fragilidad y que el Evangelio utiliza para decirnos que Dios ha entrado plenamente en nuestra condición humana. ¿Por qué llegó a tanto? —nos preguntamos—. Porque le interesa todo de nosotros,...
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    19 mins
  • Domingo IV Adviento: ¿ Quién soy yo para que me visite el Hijo de Dios?.
    Dec 19 2024
    Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! La liturgia de este cuarto domingo de Adviento se centra en la figura de María, la Virgen Madre, que espera dar a luz a Jesús, el Salvador del mundo. Fijemos nuestra mirada en ella, un modelo de fe y caridad; y podemos preguntarnos: ¿Cuáles fueron sus pensamientos durante los meses de espera? La respuesta proviene del pasaje del Evangelio de hoy, la historia de la visita de María a su pariente anciana, Isabel (cf. Lucas 1, 39-45) El ángel Gabriel le había dicho que Isabel estaba esperando un hijo y que ya estaba en el sexto mes (cf. Lucas 1, 26.36). Y entonces la Virgen, que acababa de concebir a Jesús por la obra de Dios, partió apresuradamente de Nazaret, en Galilea, para llegar a las montañas de Judea y encontrar a su prima. El Evangelio dice: «Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel» (v.40). Seguramente ella estaba feliz con ella por su maternidad, y a su vez Isabel saludó a María diciendo: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?» (Vv. 42-43). E inmediatamente elogia su fe: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que fueron dichas de parte del Señor» (v.45). Es evidente el contraste entre María, que tenía fe, y Zacarías, el esposo de Isabel, que había dudado y no había creído la promesa del ángel y, por lo tanto, permaneció en silencio hasta el nacimiento de Juan. Es un contraste. Este episodio nos ayuda a leer con una luz muy especial el misterio del encuentro del hombre con Dios. Un encuentro que no está bajo la bandera de prodigios asombrosos, sino en nombre de la fe y la caridad. De hecho, María es bendecida porque creyó: el encuentro con Dios es el fruto de la fe. Zacarías en cambio, quien dudó y no creyó, permaneció sordo y mudo. Crecer en fe durante el largo silencio: sin fe, inevitablemente permanecemos sordos a la voz consoladora de Dios; y seguimos sin poder pronunciar palabras de consuelo y esperanza para nuestros hermanos. Y lo vemos todos los días: las personas que no tienen fe o que tienen una fe muy pequeña, cuando tienen que acercarse a una persona que sufre, les dicen palabras de circunstancia, pero no pueden llegar al corazón porque no tienen fuerzas. No tiene fuerza porque no tiene fe, y si no tiene fe, las palabras que llegan al corazón de los demás no vienen. La fe, a su vez, se nutre de la caridad. El evangelista nos dice que «se levantó María y se fue con prontitud» (v. 39) hacia Isabel: apresurada, no ansiosa, no ansiosa, sino con prontitud, en paz. «Se levantó»: un gesto lleno de preocupación. Podría haberse quedado en casa para prepararse para el nacimiento de su hijo, en lugar de eso, se preocupa primero de los demás que de sí misma, demostrando, de hecho, que ya es una discípula de ese Señor que lleva en su vientre. El evento del nacimiento de Jesús comenzó así, con un simple gesto de caridad; además, la auténtica caridad es siempre el fruto del amor de Dios. La visita del evangelio de María a Isabel, que escuchamos hoy en la misa, nos prepara para vivir bien la Navidad, comunicándonos el dinamismo de la fe y la caridad. Este dinamismo es obra del Espíritu Santo: el Espíritu de amor que fecundó el seno virginal de María y que la instó a acudir al servicio de su pariente anciana. Un dinamismo lleno de alegría, como vemos en el encuentro entre las dos madres, que es todo un himno de júbilo alegre en el Señor, que hace grandes cosas con los pequeños que se fían de él. Que la Virgen María nos obtenga la gracia de vivir una Navidad extrovertida, pero no dispersa, extrovertida: en el centro no está nuestro «Yo», sino el Tú de Jesús y tú de los hermanos, especialmente aquellos que necesitan ayuda. Entonces dejaremos espacio al amor que, también hoy, quiere hacerse carne y venir a vivir entre nosotros.
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    14 mins
  • III Domingo de Adviento: Indigno de desatar la correa de las sandalias.
    Dec 12 2024
    Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! En este tercer domingo de Adviento, la liturgia nos invita a la alegría. Escuchad bien: a la alegría. El profeta Sofonías le dirige a la pequeña porción del pueblo de Israel estas palabras: «Lanza gritos de gozo, hija de Sión, lanza clamores, Israel» (3, 14). Gritar de gozo, exultar, alegrarse: es esta la invitación de este domingo. Los habitantes de la ciudad santa están llamados a gozar porque el Señor ha revocado su condena (cf. v. 15). Dios ha perdonado, no ha querido castigar. Por consiguiente, para el pueblo ya no hay motivo de tristeza, ya no hay motivo para desalentarse, sino que todo lleva a un agradecimiento gozoso hacia Dios, que quiere siempre rescatar y salvar a los que ama. Y el amor del Señor hacia su pueblo es incesante, comparable a la ternura del padre hacia los hijos, del esposo hacia la esposa, como dice también Sofonías: «Él exulta de gozo por tí te renueva por su amor; danza por ti con gritos de júbilo» (v. 17). Este es —así se llama— el domingo de gozo: el tercer domingo de Adviento, antes de Navidad. Este llamamiento del profeta es particularmente apropiado mientras nos preparamos para la Navidad porque se aplica a Jesús, el Emanuel, el Dios-con-nosotros: su presencia es la fuente de la alegría. De hecho, Sofonías proclama: «Rey de Israel, está en medio de ti»; y poco después repite: «El Señor, tu Dios está en medio de ti, ¡un poderoso salvador!» (vv. 15.17). Este mensaje encuentra su pleno significado en el momento de la anunciación a María, narrada por el evangelista Lucas. Las palabras que le dirige el ángel Gabriel a la Virgen son como un eco de las del profeta. Y ¿qué dice el arcángel Gabriel? «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lucas 1, 28). «Alégrate», dice a la Virgen. En una aldea perdida de Galilea, en el corazón de una joven mujer desconocida para el mundo, Dios enciende la chispa de la felicidad para todo el mundo. Y hoy el mismo anuncio va dirigido a la Iglesia, llamada a acoger el Evangelio para que se convierta en carne, vida concreta. Dice a la Iglesia, a todos nosotros: «Alégrate, pequeña comunidad cristiana, pobre y humilde aunque hermosa a mis ojos porque deseas ardientemente mi Reino, tienes sed de justicia, tejes con paciencia tramas de paz, no sigues a los poderosos de turno, sino que permaneces fielmente al lado de los pobres. Y así no tienes miedo de nada sino que tu corazón está en el gozo». Si nosotros vivimos así, en la presencia del Señor, nuestro corazón siempre estará en la alegría. La alegría «de alto nivel», cuando está, es plena, y la alegría humilde de todos los días, es decir, la paz. La paz es la alegría más pequeña, pero es alegría. También san Pablo hoy nos exhorta a no angustiarnos, a no desesperarnos por nada, sino a presentarle a Dios, en toda circunstancia, nuestras peticiones, nuestras necesidades, nuestras preocupaciones, «mediante la oración y la súplica» (Filipenses 4, 6). Ser conscientes que en medio de las dificultades podemos siempre dirigirnos al Señor, y que Él no rechaza jamás nuestras invocaciones, es un gran motivo de alegría. Ninguna preocupación, ningún miedo podrá jamás quitarnos la serenidad que viene no de las cosas humanas, de las consolaciones humanas, no, la serenidad que viene de Dios, del saber que Dios guía amorosamente nuestra vida, y lo hace siempre. También en medio de los problemas y de los sufrimientos, esta certeza alimenta la esperanza y el valor. Pero para acoger la invitación del Señor a la alegría, es necesario ser personas dispuestas a cuestionarnos. ¿Qué significa esto? Precisamente como aquellos que, después de haber escuchado la predicación de Juan Bautista, le preguntan: tú predicas así, y nosotros, «¿qué debemos hacer?» (Lucas 3, 10. Yo ¿qué debo hacer? Esta pregunta es el primer paso para la conversión que estamos invitados a realizar en este tiempo de Adviento. Cada uno de nosotros se pregunte: ¿qué debo hacer? Una cosa pequeña, pero «¿qué debo hacer?». Y la Virgen María, quien es nuestra madre, nos ayude a abrir nuestro corazón a Dios al Dios-que-viene, para que Él inunde de alegría toda nuestra vida.
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