PODCAST DE TIM BENIYORK EN BENIDORM Podcast Por TIM BENIYORK arte de portada

PODCAST DE TIM BENIYORK EN BENIDORM

PODCAST DE TIM BENIYORK EN BENIDORM

De: TIM BENIYORK
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Episodios
  • El Big Data está transformando las reglas del juego y la experiencia deportiva.
    May 23 2025
    El Big Data está transformando las reglas del juego y la experiencia deportiva. —Durante siglos, el deporte se basó en la intuición. Entrenar consistía en repetir, resistir y sobrevivir. Pero en los últimos años ha cambiado algo. Ya no basta con correr más. Ni siquiera con ser más fuerte. Ahora, algo invisible domina la cancha. Algo que observa, calcula y decide. Se llama big data. —Detrás de cada jugada hay miles de datos. Posiciones, trayectorias, latidos, velocidad... Todo se mide. Todo se almacena. Todo se analiza. Lo que antes era la corazonada de un entrenador con experiencia, hoy es una proyección calculada al milímetro. Y en ese nuevo tablero, el jugador no está solo. Le acompañan sensores, cámaras y algoritmos. —En deportes como el baloncesto, la vieja escuela ha sido devorada por este monstruo de datos. Cada segundo del partido se convierte en información: desde el ángulo de lanzamiento de un jugador hasta la coordinación defensiva. Los entrenamientos ya no se diseñan en pizarras, sino en pantallas, con predicciones, métricas y simulaciones. Para capturar cada latido del juego, el deporte ha desplegado un arsenal tecnológico digno de una película de ciencia ficción. Cámaras de alta resolución siguen cada movimiento, desde el leve giro de tobillo de un base en la NBA hasta la posición exacta de un delantero antes del remate. Sensores biométricos integrados en chalecos, camisetas o wearables miden en tiempo real la frecuencia cardíaca, la presión arterial, la oxigenación y hasta el nivel de fatiga. Y en disciplinas como el ciclismo, las bicicletas se han transformado en verdaderas estaciones de análisis móviles, capaces de registrar vatios de potencia, ritmo y eficiencia de pedaleo, y de predecir el rendimiento futuro con una precisión inquietante. — Pero no solo eso. En los estadios y centros de entrenamiento más punteros, los drones sobrevuelan el campo y capturan ángulos imposibles, mientras la informática en la nube procesa millones de datos por segundo. Las inteligencias artificiales cruzan toda esa información para encontrar patrones invisibles al ojo humano. En cuestión de minutos, se pueden detectar desequilibrios físicos que ni el propio atleta percibe o diseñar estrategias personalizadas basadas en los puntos débiles de un rival. Es un espionaje legal, silencioso y cada vez más infalible. El deporte ya no se juega solo en el césped, también se libra en los servidores. —Pero no se trata solo de ganar. También de prevenir. El Big Data escanea la salud de los jugadores, anticipa lesiones antes de que ocurran y diseña programas de recuperación personalizados. Ya no es necesario esperar a que algo falle. El sistema lo ve venir. —Y va más allá. La experiencia del espectador también está siendo transformada. El aficionado ya no mira un partido, lo vive rodeado de estadísticas personalizadas, realidad aumentada y predicciones en directo. Es un espectáculo con guion de datos. José María Gallardo Flores, especialista en ciencia de datos aplicados al deporte, lo deja claro: el Big Data no es el futuro, es el presente. Y quien no lo entienda, quedará atrás. Según él, ya no basta con tener buenos jugadores, sino que hay que saber cómo usarlos. Y para eso, hay que saber interpretar los números. «Los equipos ya no se preparan únicamente para lo que ven. Se preparan para lo que los datos les dicen que va a suceder. Las decisiones ya no se toman con el corazón, sino con Excel. O, mejor dicho, con inteligencia artificial. Porque el Big Data no trabaja solo. Se apoya en el aprendizaje automático para prever resultados, adaptar tácticas e, incluso, detectar jóvenes talentos en categorías inferiores. —Aunque, eso sí, no todo es frío cálculo. Como señala Gallardo, la máquina no sustituye al ser humano. Solo le asiste. Las decisiones clave, las que se toman en el fragor del partido, siguen dependiendo del juicio humano. Al menos, por ahora. —¿Qué viene después? Una simbiosis aún más inquietante. Algoritmos que predicen con precisión el desgaste físico. Plataformas que diseñan entrenamientos personalizados en tiempo real. Y transmisiones deportivas en las que el espectador podrá elegir qué estadísticas ver, cómo y cuándo. —El deporte ya no es solo cuerpo. Son datos. Es estrategia. Es ciencia. Y es tecnología que nos observa, nos mide y nos supera. Así que, la próxima vez que veas un gol, una canasta o un sprint, recuerda que hay alguien detrás de ese momento glorioso. Recuerda que detrás de ese instante hay una nube. Una nube que lo ha calculado todo.
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  • Bennet Omalu y el escándalo de las terribles contusiones y encefalopatías traumáticas de la NFL
    May 22 2025
    Bennet Omalu y el escándalo de las terribles contusiones y encefalopatías traumáticas de la NFL — Cuando el doctor Bennet Omalu abrió el cráneo de Mike Webster, no solo estaba haciendo una autopsia. Estaba abriendo la puerta a una guerra. Una batalla solitaria contra una de las instituciones más poderosas de Estados Unidos: la NFL. Todo empezó con una imagen inquietante, un cerebro dañado más allá de lo imaginable. — Mike Webster no era un cualquiera. Era una leyenda del fútbol americano. Jugador estrella de los Pittsburgh Steelers, campeón de cuatro Super Bowls, miembro del Salón de la Fama. Pero murió con tan solo 50 años, tras años de sufrir problemas mentales. Vivía en una furgoneta, consumía solo dulces, oía voces, sufría depresiones, adicciones, y ataques autodestructivos. — Cuando su cadáver llegó a manos de Omalu, algo no cuadraba. El corazón de Webster falló, sí, pero su cerebro contaba otra historia. Omalu detectó signos de encefalopatía traumática crónica, una enfermedad degenerativa ya vista en boxeadores. Pero había algo más. Algo que no aparecía en los exámenes médicos convencionales. — Con su propio dinero, Omalu investigó a fondo. Descubrió que, en sus quince años de carrera, Webster había recibido el equivalente a 25.000 golpes leves en la cabeza. Daños similares a los del alzhéimer. La evidencia era clara. Y decidió publicarla. — El artículo apareció. Y ardió Troya. La NFL reaccionó con furia. Campañas de desprestigio. Burlas. Amenazas. “¿Quién es este médico africano?”, decían. “¿Quién lo financia? ¿Qué pretende?”. Incluso sus propios abogados le advirtieron: “Estás atacando al deporte más amado del país. Es como quemar la bandera nacional en pleno estadio”. — Pero Omalu no se echó atrás. Movido por el juramento hipocrático, montó un laboratorio en su casa y siguió investigando. Continuó analizando cerebros. Y los patrones se repetían. Los mismos daños, y las mismas historias. Jugadores muertos jóvenes, suicidios inexplicables, vidas destrozadas. Encontró 17 casos. Y en los 17, las mismas lesiones. — En 2006 volvió a publicar. Y la NFL volvió a negar la evidencia. Dijeron que esas lesiones solo se veían en boxeadores. Pero el muro empezó a resquebrajarse. Llegaron las demandas. Jugadores acusando a la liga de ocultar la verdad. Más de 4.500 exjugadores exigiendo justicia. — La ciencia se impuso. En 2009, la NFL tuvo que ceder. Reconocieron públicamente que los golpes en la cabeza podían causar encefalopatía traumática crónica. Aunque, eso sí, solo detectable tras la muerte. No antes. — Una cifra lo decía todo: de 111 cerebros de jugadores analizados post mortem, 110 presentaban signos de la enfermedad. — Y, aun así, el cambio es difícil. Prevenir estas lesiones implica modificar las reglas del juego. Penalizar ciertas jugadas. Cambiar los cascos. Pero muchos se resisten. “El fútbol americano es así”, dicen. “Nunca será un deporte para señoritas”. — Hoy Bennet Omalu es jefe de medicina forense en San Joaquín, California. Vive con su esposa y sus dos hijos. Tiene doble nacionalidad: nigeriana y estadounidense. Y su historia llegó al cine. Will Smith protagonizó la película titulada: La verdad oculta, en su traducción al español. Donde protagoniza la hazaña de este doctor. — Pero lo perturbador sigue latente. Porque cada partido, cada golpe, es una moneda al aire. Y mientras la industria factura millones, las mentes rotas de sus gladiadores siguen siendo el precio silencioso del espectáculo.
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    5 m
  • El caso de la atleta intersexual Caster Semenya
    May 21 2025
    El caso de la atleta intersexual Caster Semenya — Berlín. Agosto de 2009. Una joven sudafricana de 18 años, Caster Semenya, revienta el cronómetro en los 800 metros: 1 minuto, 55 segundos y 45 centésimas. Gana con más de dos segundos de ventaja. Una hazaña... que solo tardó tres horas en convertirse en escándalo. — La prensa no hablaba de su oro. Hablaba de su cuerpo. Elisa Cusina, atleta italiana que quedó sexta, lo dijo sin pudor: “Para mí, ella no es una mujer. Caster es un hombre.” Así, sin pruebas. Sin matices. — La IAAF, el organismo que rige el atletismo mundial, abrió una investigación por dos motivos: la impresionante mejora de Semenya... y una entrada en un blog sudafricano que la calificaba de “hermafrodita”. Suficiente, al parecer, para iniciar una caza. — A Semenya la examinó una comisión médica: ginecólogo, endocrino, internista, psicólogo y un “experto en género”. Sus conclusiones no se hicieron públicas. Pero el periódico británico *The Daily Telegraph* filtró un supuesto informe: no tenía útero ni ovarios, y presentaba testículos internos. La IAAF nunca lo confirmó, pero tampoco lo negó. — Durante casi un año, Semenya fue sometida a un juicio público brutal. En julio de 2010, por fin, la IAAF concluyó que podía competir como mujer. No se hizo mención a lo que había sufrido. Solo se prometió “confidencialidad”. — Siguió corriendo. Y ganando. Hasta que, en 2018, la IAAF cambió las reglas. Fijó un límite de testosterona para competir en pruebas femeninas: 5 nanomoles por litro. Un nivel que Semenya superaba de forma natural. — Desde noviembre de 2018, cualquier atleta mujer que supere ese umbral debe seguir un tratamiento hormonal... o queda fuera. En otras palabras, debía modificar su alimentación o renunciar a competir. La medida fue retrasada por un recurso de Semenya, pero entró en vigor en marzo de 2019. — La historia de estas pruebas médicas es larga... y humillante. En 1966, las atletas tenían que desnudarse ante un jurado para “verificar” su sexo. Luego vinieron los análisis cromosómicos, los test de detección del gen SRY... y finalmente, una lógica difusa: “lo sé cuando lo veo”. Criterios médicos en apariencia... pero profundamente arbitrarios. — Basta con que alguien lo insinúe en un blog para iniciar un procedimiento. Así de fácil. Y mientras tanto, los hombres jamás han pasado por un proceso similar. — Hoy sabemos que entre los extremos binarios del sexo hay una “zona gris”. Personas que no encajan del todo en las categorías tradicionales. Según algunas estimaciones, un 1,7% de la población. Aunque podría ser más, porque muchas veces no se detecta… o no se quiere ver. — En esa zona gris se encuentra Semenya. Una atleta nacida mujer, criada como mujer, y que nunca se dopó. Pero con un cuerpo que no encaja en los estándares establecidos. Para algunas autoridades, eso basta para excluirla. — La IAAF se escudó en la ciencia. En 2017, publicó dos estudios. Uno concluía que las atletas tienen más testosterona que la media… pero no las comparaba entre ellas. El otro detectaba pequeñas diferencias en el rendimiento según el nivel hormonal: 1,7% en medio fondo, 2,9% en salto con pértiga… Pero en algunas pruebas, las de menos testosterona rendían mejor. — Ninguna alcanzaba el 10-12% de diferencia que separa en promedio a hombres y mujeres. Así que, ¿hay verdadera ventaja competitiva? Según varios científicos, no. Incluso aunque la hubiera, dicen, no sería injusta. — Peter Sönksen y su equipo lo dejaron claro: el principio fundamental del deporte debe ser la no discriminación. Y eso incluye también a las mujeres con cuerpos diferentes, no menos válidos. — Ninguna cultura divide a los sexos de forma absoluta. Ni la biología es moral, ni la naturaleza dicta reglas humanas. Lo que decidimos sobre quién puede competir... no es un dato científico. Es una construcción social. Y, en muchos casos, profundamente injusta.
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